Cuando entré al CBTIS 135, nos enfrentamos a una de esas reglas innegociables de la vida estudiantil: era mandatorio inscribirse en una actividad extracurricular. Para la mayoría, la elección era obvia: fútbol, básquetbol, atletismo. Para mí, era un problema.
Seamos honestos: nunca he sido un atleta. Mi coordinación con un balón es, siendo generoso, cuestionable. La idea de pasar tardes bajo el sol persiguiendo una pelota no solo no me atraía, sino que me generaba una pereza monumental. Mientras mis compañeros debatían sobre deportes, yo buscaba la ruta de escape.
Y la encontré en un salón con aire acondicionado.
El club de ajedrez. No sabía casi nada del juego, pero cumplía con todos mis requisitos: era bajo techo, no implicaba correr y, desde mi perspectiva de adolescente, parecía la opción que requería el mínimo esfuerzo. Fue una decisión basada 100% en la comodidad y en evitar algo que no quería hacer.
Hoy, años después, me doy cuenta del poder que tienen esas pequeñas "obligaciones" que la vida nos pone enfrente. A veces, ser forzado a tomar una decisión, incluso por las razones más triviales, puede abrir una puerta que no sabías que existía. Yo no elegí el ajedrez por pasión o por un profundo interés en la estrategia; lo elegí por descarte.
Y esa elección, hecha por las razones más "equivocadas", cambió por completo la trayectoria de mi vida. A veces, el camino correcto no lo escogemos nosotros, simplemente nos empujan hacia él. Y lo único que tenemos que hacer es dar el primer paso, aunque sea solo para salir del sol.