La secundaria fue una etapa gris para mí. Venía de una primaria donde destacaba académicamente y me sentía cómodo, pero al cambiar de escuela, todo se reinició. De repente, las reglas del juego eran otras. Los que sobresalían no eran los que tenían buenas notas, sino los más sociales, los más extrovertidos, a veces incluso los más "bullys". Yo no encajaba en ninguno de esos moldes.
Pasé esos años sintiéndome invisible, como un peón en la primera fila que no sabe cómo moverse. Mi confianza, que antes parecía sólida, se había evaporado.
Todo cambió cuando el ajedrez entró en mi vida. Al principio, era solo un pasatiempo, pero pronto se convirtió en algo más. En el tablero de 64 casillas, las reglas eran claras. No importaba si eras popular o no; lo único que contaba era la fuerza de tus ideas y tu capacidad para anticipar el siguiente movimiento.
Por primera vez en mucho tiempo, encontré un lugar donde podía destacar por mis propios méritos. Cada partida ganada, cada problema resuelto, cada torneo en el que participaba, era como añadir una pequeña pieza a la armadura de mi autoestima. El ajedrez me dio algo que la popularidad no podía: una sensación de competencia y control. Yo era el arquitecto de mi destino en el tablero.
Esa seguridad no se quedó en el ajedrez. Empezó a filtrarse a otras áreas de mi vida. Comencé a participar más en clase, a sentirme más cómodo compartiendo mis ideas y a ver los desafíos de la vida no como amenazas, sino como problemas a resolver, como una partida compleja.
Si alguna vez te has sentido invisible, busca tu tablero. No tiene que ser el ajedrez. Puede ser la programación, la música, la escritura, cualquier cosa donde las reglas sean claras y el esfuerzo se traduzca en progreso. Encuentra ese espacio donde tú controlas las piezas, y verás cómo la seguridad que construyas ahí te acompañará a todos lados.