Hay una verdad que la universidad no siempre te cuenta: el primer día en tu primer trabajo como programador, te das cuenta de que no sabes casi nada. Todo lo que aprendiste en clase fue solo el calentamiento. El juego real, con sistemas complejos, lenguajes que apenas conoces y problemas que no tienen respuesta en un libro de texto, empieza ahora.
Recuerdo perfectamente esa sensación. Me asignaron un proyecto en mi primer trabajo en Texas y no tenía ni la menor idea de por dónde empezar. El miedo a equivocarme era paralizante. Cada dos por tres, me acercaba a mi supervisor. "¿Qué libro leo?", "¿Es por aquí?", "¿Estoy haciendo esto bien?". Buscaba una hoja de ruta, un manual que me garantizara no cometer errores.
Él, con paciencia, me escuchaba hasta que un día me detuvo y me dijo algo que se me quedó grabado para siempre: "Javier, you have to get your hands dirty." (Tienes que ensuciarte las manos).
En ese momento, todo hizo clic. Entendí que el trabajo no era un examen final donde un error te reprueba. Era una sandbox, una caja de arena donde se esperaba que yo experimentara. La única manera de aprender era intentar, fallar, entender por qué fallé y volver a intentar. Mi supervisor no quería que le trajera preguntas teóricas; quería que le trajera los resultados de mis experimentos, los errores que no pude resolver después de haberlo intentado todo.
Ese es el primer consejo que ahora le doy a cada uno de mis alumnos. No tengas miedo de romper el código. No busques el camino perfecto antes de empezar a caminar. Ensúciate las manos. Escribe código, mira cómo falla, arréglalo y aprende. Es la única forma de pasar de la teoría a la verdadera competencia.